Post de Jon Igelmo incluido en el hilo de artículos que forman el Tema-LAAAB ‘Educación expandida, aprender participando’ capitaneado por Zemos98.
Son tiempos en los que las instituciones educativas se muestran desencantadas. Los mismos espacios que durante siglos estuvieron cargados del poder casi mágico de transformar la vida de las personas, moldear los valores comunes, colmar de valor a ejércitos, cohesionar la sociedad, transmitir la fe en Dios, custodiar el conocimiento acumulado por siglos de civilizaciones o incluso guiar el curso de la historia ya no ostentan su soberanía extraordinaria. La escolarización universal en el siglo XXI es un trampantojo de realidad intensificada. El incremento de centros de educación superior y de hombres y mujeres con títulos universitarios a nivel planetario, más que un hito en la historia de la humanidad, se nos presenta como una demanda propia del mercado neoliberal. El espacio educativo institucionalizado carece del encanto y el aura mítica que alguna vez lo envolvió. Este proceso de desencantamiento de lo escolar, como todos los procesos que implican la destrucción desde lo racional de lo mitológico o lo legendario, es ontológicamente irreversible.
Aristóteles definió al ser humano como animal político que tiene logos. La palabra o logos, incluida su dimensión amplia de discurso, no sólo es para el filósofo griego uno de los modos de persuasión (junto con el ethos y el pathos), sino que se posiciona también como el elemento central que propicia el despliegue de la propia naturaleza humana hacia la vida social y política. La palabra es la piedra sobre la que se asienta su conocido concepto del zoom politikon, o lo que es lo mismo, del animal político.
Ya en la Grecia clásica de Aristóteles reivindicó el papel crucial que era necesario otorgar al lenguaje, a la palabra, en la formación de las nuevas generaciones o en la misma relación entre el maestro y el discípulo. Llevar a cabo un proceso formativo conlleva que unos individuos tienen la responsabilidad de proveer a otros con las habilidades para el uso y manejo de la herramienta del logos. Emilio Lledó ha expresado con claridad la relevancia de este acto interhumano de iniciación en el logos: “comunicar el pensamiento, “dar la palabra” (logón didónai), era, en el fondo, una práctica de la libertad y nos ataba a aquello que iba a constituir la esencia del “hombre bueno”, el spoudaios” (2018, p. 61).
Durante los siglos que suceden a Aristóteles y los filósofos referentes de la Grecia Clásica, los seres humanos en sociedad experimentaron con formas diversas de “dar la palabra”. Escuela y academias se multiplicaron con cierta cadencia a lo largo de los siglos y en diferentes contextos sociales y políticos. Correspondió a las escuelas catedralicias, los monasterios benedictinos y las primeras universidades en Europa innovar con tiempos y espacios específicos en los que fijar y sistematizar el logón didónai. Con esta innovación sin precedentes en la historia de la educación, “dar la palabra” alcanzaba el estatus dentro de un proceso que se extendía en un tiempo concreto de la vida de los individuos. Aquí es posible ubicar los primeros pasos de la construcción social de la educación y, en consecuencia, del modo de educación moderno.
John Dewey, en su conocido libro Democracia y Educación, señala que la educación y sólo la educación llena el vacío de los fines y hábitos del grupo social que todo recién llegado a la vida en comunidad debe conocer. La sociedad, desde la perspectiva del filósofo norteamericano, no sólo continúa existiendo por la transmisión y la comunicación, sino que existe en la transmisión y en la comunicación. De tal forma, para Dewey “toda organización social que siga siendo vitalmente social o vitalmente compartida es educadora para que aquellos que participan en ella”. A continuación, quizá de forma intuitiva, Dewey desliza unas palabras que hoy pueden sonar premonitorias: “Solo cuando llega a fundirse en un molde y se convierte en rutina, (la organización social) pierde su poder educativo” (2004, p. 17).
Ivan Illich, junto con otros autores como John Holt, Paul Goodman o Everett Reimer, en los años sesenta y el inicio de los setenta, plantearon la hipótesis de que el modelo institucional por medio del cual la educación estaba siendo escolarizada era un síntoma de un modelo que estaba desembocando en una rutina global perversa. Para estos autores la escolarización como fenómeno social vinculado al progreso era un evidencia de que la educación, el acto de “dar la palabra”, se estaba fundiendo en un molde. Ivan Illich denunció, al inicio de los años setenta del siglo XX que en pleno cuantitativo de las escuelas, universidades y centro de formación a mundial, este fenómeno:
“Educación ha llegado a significar lo opuesto del proceso vital de aprendizaje que parte de un medio ambiente humano; un medio en el cual, casi continuamente, la mayoría tiene acceso a todos los hechos e instrumentos que modelan sus vida. Ha pasado a significar algo adquirible a espaldas de la cotidianidad, mediante el consumo de una mercancía y la acumulación del conocimiento abstracto sobre la vida” (1974, p. 93-94)
En el contexto de la hipermodernidad, la revolución digital, la crisis ecológica, el auge del feminismo, la sociedad global conectada en red o el descrédito del capitalismo especulativo, cuesta observar sin asombro la pose inmovilista que mantienen las instituciones educativas. La pérdida del poder mágico parece no afectar a los espacios escolares. Su desencantamiento no parece importar ni siquiera a quienes se ganan la vida trabajando en las instituciones educativas. Es cierto que algunos cambios están aconteciendo; muchos de ellos como resultado del empeño de padres y madres, algunos profesores y profesoras y otros pocos estudiantes universitarios, que ponen en marcha modos de educación que desafían un imaginario pedagógico anquilosado. Este empeño pone de manifiesto que urge experimentar con formas de “dar la palabra” que respondan sin disimulo a los desafíos políticos, medioambientales, sociales y culturales del momento. Es tiempo de una pedagogía que lejos de buscar innovar de forma compulsiva en el terreno de lo escolar, arriesga y toma la iniciativa más allá de las instituciones educativas. O lo que es lo mismo: una pedagogía que recupera su encanto y que restituye la dignidad de la palabra. De lo contrario, cuando “dar la palabra” no es una posibilidad y el encanto pedagógico brilla por su ausencia, no tardan en aparecer interesados en “tomar (asaltar) la palabra”. Y es en ese momento cuando sólo se escucha la palabra del que habla más fuerte o del que más fuerza tiene.
Jon Igelmo Zaldívar
Bibliografía
Dewey, John (2004) Democracia y Educación. Madrid: Morata.
Illich, Ivan (1974) Alternativas. México: Joaquín Mortiz.
Lledó, Emilio (2018) Sobre la educación. Madrid: Taurus.
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