La ciudad y el derecho de conquista (Parte I)

Artículo de Baltasar Fernández incluido en el Tema-LAAAB ‘Espacios urbanos centrados en las personas’ capitaneado por Ignacio Grávalos y Patrizia Di Monte

Me preocupa la cuestión de lo que ha venido a llamarse derecho a la ciudad desde la publicación del libro con el mismo nombre de Henri Lefebvre. Aunque alguno de los análisis del autor resultan sugerentes (la distinción entre valor de uso y valor de cambio, por ejemplo, que son al fin dos modos de legitimar la apropiación del espacio), en ninguno de sus breves capítulos se discute qué debemos entender por “derecho” en esta cuestión específica, y tampoco se argumenta suficientemente quién sea el sujeto que deba ejercer este derecho. Se invoca al proletariado o la masa de los oprimidos, sin que sepamos exactamente quién es el sujeto que aquí se invoca, ni cómo ejercerá efectivamente su función de sujeto. En cualquier caso, creo que no es esto de lo que estamos tratando cuando, en la actualidad, alguien menciona el derecho a la ciudad como un argumento para legitimar la ocupación particular y concreta de un espacio, o para cuestionar activamente la ocupación realizada por otros. Si el derecho a la ciudad pertenece al colectivo, debería ser pensado y puesto en práctica sin salir de la noción de colectivo. Reclamar lo que pertenece al sujeto colectivo como medio de legitimación para el comportamiento de apropiación del individuo o el pequeño grupo es una extrapolación teóricamente no fundamentada, y no veo razón para aceptarla. Los derechos forman parte de la ética política de la tradición liberal cristiana. Aunque las constituciones liberales proclaman la soberanía genérica del pueblo, es el individuo quien, a través de la delegación del voto, queda constituido en fuente última de la soberanía y en sujeto de derecho. También la carta de los derechos humanos habla de los derechos de las personas, no de los pueblos ni de los colectivos. Aceptar la idea de derecho a la ciudad exige, por tanto, discutir quién es el sujeto para el que se reclama este posible derecho, y cómo hará para ejercerlo.

Por otra parte, entiendo que estamos tratando sobre el espacio público (la ciudad que menciona el derecho a la ciudad), es decir, el espacio que, literalmente, no pertenece a nadie, lo cual no quiere decir que pertenezca a todos y que cualquiera pueda apropiarse de él, sino, literalmente, repito, que no pertenece a nadie, y nadie puede por tanto apropiarse de él. Que hagamos uso de él es una cuestión que compete en principio a la iniciativa libre de cualquier persona, pero convertir esta libertad de uso en un derecho de ocupación o de propiedad es algo que exige justificación por parte de quienes pretendan reclamarlo. En este sentido, aceptar una idea de derecho a la ciudad exige también discutir qué es eso de lo urbano sobre lo que pueden ser reclamados derechos de uso o de propiedad.

Por una parte, quién es el sujeto de derecho; por otra, sobre qué de lo urbano pueden reclamarse derechos. Así queda planteado el tema.

 

La responsabilidad de cada uno

Aunque los derechos se enuncian en positivo, se traducen en la práctica como la necesidad de proteger al individuo de la violencia de los otros, ya sea un otro individual, colectivo o sistémico. No necesito que me den la vida (está en el fundamento del individuo fáctico), pero sí ayuda (un marco jurídico, cuerpos especializados de seguridad o de salud) para evitar que otros me la quiten, aunque sólo en ciertos casos; igual que no necesito que me den el producto de mi acción (ya lo consigo yo por mi cuenta), pero, sí ayuda para evitar que otros me impidan realizarme en mis obras y disfrutar de los productos alcanzados con ellas, aunque sólo en ciertos casos. Ídem, no necesito que nadie, en ningún caso, me dé derecho a hablar ni a asociarme con los que me son semejantes, pues el ser parlante o el ser con otros son connaturales a mi forma de ser humano, aunque sí necesitaría ayuda, en ciertos casos, si otros, incluido un Estado extralimitado, trataran de impedirme hablar o relacionarme con quien yo estime. En todos los casos de derecho nos encontramos con la misma situación: no necesito que me den lo que yo puedo darme o lo que ya me es dado desde el inicio, sino ayuda para que otros no me lo quiten cuando lo he obtenido, o me impidan la libre iniciativa para hacer un uso particular lícito. Pero entonces ya no se trata de realizarme en mi vida (soy yo –y cada uno de nosotros– el que tengo que realizarme), sino de legitimar la creación de instituciones formales que ejerzan ciertas formas de violencia institucional frente al que, por medio de la fuerza, pudiera tratar de impedir mi vida o mi libre actuación.

Parece una confusión en los términos el crear una serie de instituciones sociales (políticas, asistenciales) que me aseguren lo que yo debo darme por mí mismo. Es encomiable que el Estado neoliberal o socialdemócrata asuma la competencia para luchar contra adversarios ante los cuales no puedo defenderme, pero esto no supone en ningún caso trasladarle o delegar en él mi responsabilidad sobre mi propia vida y mis propios actos: nadie tiene que decidir por mí en estas cuestiones. Lo contrario sería confiar en un Estado social planificado que definiera en qué términos debo vivir, y con quiénes, dónde debo vivir, o a qué actividades debo dedicar mis días. Y ya sabemos el absurdo histórico y la tentación totalitaria que representa el intento de suplantar mediante la administración pública a las fuerzas que operan en las dinámicas de la vida en comunidad, dado que la administración se posiciona directamente como un actor más que, en el peor de los casos, interrumpe y sesga la libre iniciativa de los actores sociales comprometidos, o se convierte en sí mismo en fuente de poder peligrosamente incuestionable. Aunque quiera presentarse como regulador, la administración es un actor interesado y poco digno de confianza en la ecología de las dinámicas de la vida en común.

El Estado sólo es una entelequia discursiva o una construcción simbólica que necesita encarnarse en las instituciones de la república para ser efectuado. El Estado no somos todos, no habla en nuestro nombre, sino que son ellos, los grupos de poder que dominan las estructuras de las instituciones públicas. Una vez que el Estado administrativo se inviste con las competencias para, según afirman, asegurar el ejercicio de los derechos fundamentales, la libertad y la vida de todos nosotros se ven reducidos a la consideración de medios para justificar la continuidad, el crecimiento y la productividad de la organización estatal, como organización con entidad propia en busca de sus propias alianzas, inversiones, logros, cuotas de poder, impunidad legal… El Estado no es el garante de los derechos individuales, sino un socio dudoso, y tampoco es el fundamento de los mismos, sino al contrario. Sería falaz conceder que otro pueda darme lo que ya es mío, y necio el agradecérselo. El fundamento de los derechos básicos se encuentra en nosotros mismos, y, para que las declaraciones de derechos no queden en fórmulas hueras, han de ser predicadas no en nombre de un todos inespecífico, sino por cada yo particular que quiera reclamarlas. Entiendo sus razones, pero desconfío de los representantes del Estado (de las personas concretas que lo encarnan), tan fácil es descubrir que su voz es mera retórica electoralista o trucos leguleyos para ocultar intereses espurios. Cuando alguien me pide mi aprobación para realizar algo “por mi bien”, me echo a temblar, tanto es el poder que así le confiamos, que no puedo sino temer hasta dónde podría llegar. Ahí es donde debe comenzar la sospecha y la ocasión para la crítica política. En este sentido, desde una vitalidad liberada, desde una posición de sujeto, me siento plenamente justificado para decidir por mí mismo qué obligaciones debo o no cumplir. Escucharé sus razones, trataré de pensar por mí mismo, y tomaré mis propias decisiones al respecto. Lo contrario sería esclavitud (como el necio se deja esclavizar) o servidumbre voluntaria (como el consciente acepta ser esclavo por decisión propia), y, disculpen si soy tajante, no quiero esas formas de vida para mí.

 

El otro como paisaje

La pregunta inicial es quién es el sujeto de derecho en la reclamación sobre la ciudad. La intentaré desarrollar atendiendo a cómo yo resulto interpelado por esta reclamación, es decir, tratando de reflexionar desde la posición del yo que observa, actúa y se ve afectado por el mundo alrededor. Lo primero que aprecio es que el otro, el supuesto sujeto de derecho que reclama, está siempre diluido en la masa impersonal de los otros. Ellos, las otras personas de quienes habla el derecho, son siempre los que ocupan los lugares a los que yo acudo, los que determinan su cualidad como lugares en los que se (ellos) hacen las cosas de determinada manera, es decir, ellos son los que configuran en su mayor parte los guiones de actuación en los escenarios de comportamiento a los que acudo para desarrollar mi acción particular. Ellos son uno de los elementos que conforman el paisaje que se muestra a mi contemplación en todo momento. Allá donde acudo, siempre están ellos, y ellos son, mediante su puesta en actuación, los que definen normativamente el lugar adonde llego.

De ellos sólo puedo decir que hacen sus cosas (con independencia de lo que yo haga por propia iniciativa), que realizan sus actividades, convertidas directamente en el paisaje humano que se muestra para mi contemplación, o en la distribución ecológica de las acciones dentro de la cual yo me muevo para encontrar un lugar en el que realizar mis actividades a solas. Desde mi posición solitaria, ellos son el impersonal que me afecta a distancia, aunque la distancia penetre muchas veces en la cercanía.

 

El sujeto con voz propia

El sujeto es el que habla en primera persona, y es en puridad el único sujeto posible (el sujeto de la enunciación, el que habla con voz propia; aunque muerto, el autor). El sujeto siempre soy yo. Puedo reconocer en el tú de la segunda persona a un interlocutor válido, aunque está por ver en qué modos resultará válida la interlocución. Si con-versar es, literalmente, estar vueltos el uno hacia el otro, en atención y cuidado mutuo (Heidegger), la primera y la segunda persona, que somos intercambiables desde nuestras propias posiciones, no siempre hablamos de este modo (no siempre escuchamos), e incluso diría que, en la mayoría de las ocasiones, nuestra conversación es una mera repetición de tópicos y normas situacionales en la que ninguno de los dos asume una posición de sujeto propia, sino que ambos somos prescindibles, basta con poner a cualquier otro en el rol en que nos pongamos en cada caso, que todo funcionará del mismo modo. Ambos nos ajustamos a un patrón estructurado de intervenciones, hasta el punto de que todos repetimos exactamente las mismas fórmulas hasta rozar la pérdida del significado cuando ya seguimos con los mismos guiones una y otra vez por mera inercia, después de haber olvidado por qué y desde cuándo hablamos o actuamos de este modo. Berger y Luckmann denominan reificación (o cosificación) a este proceso de olvido en el cual damos por natural e incuestionable una pauta de comportamiento o una forma de entender el mundo que fue construida por primera vez en algún momento dentro del devenir histórico de la convivencia en el seno de la cultura. Hablando con propiedad, aquí no hay conversación alguna, pues no necesitamos atender a nada específico y particular que el otro tenga que decirnos, no necesitamos reconocerle en su individualidad para continuar la interacción (no se comporta siquiera como individuo, sino como rol), sino atender a los preceptos culturales que se hacen presentes a través de sus frases bien conocidas.

A este falso sujeto no puedo reconocerle derecho alguno, pues no vive ni me habla desde una posición de sujeto, sino desde la servidumbre a la voz impersonal de la cultura, a la cual, como ya he dicho, tampoco puedo reconocerla como sujeto de derecho. En la conversación auténtica (autente, desde sí misma), cada uno de los interlocutores nos mostramos en las palabras que pronunciamos, nos afirmamos en ellas, y abrimos con ellas recorridos inesperados (no normativos) que nos llevan como en volandas de unos temas a otros mientras conservamos la atención puesta en lo que se dice y en quien lo dice. Es decir, que sólo puedo reconocerle reclamaciones a quien asuma ante mí una posición de sujeto y me hable con una voz propia, quien se ponga a sí mismo como responsable de su acción, y me muestre en qué horizontes vitales propios está comprometido, y cómo queda comprometido con ellos el espacio del que también yo hago uso.

Esto no puede suceder en ningún caso con la impersonal tercera persona del ellos. Ellos son siempre los que no hablan conmigo, los figurantes, los que recorren incansablemente el mundo a mi alrededor sin exigirme atención alguna, de tal modo que puedo estar perfectamente solo en medio de la multitud, comprometido en mi tarea, ignorando educadamente lo que los otros hagan o piensen (la conocida actitud blasè de la urbanidad, señalada por Simmel). Ellos son el murmullo de la cultura y de la historia, la voz al fondo que nos circunda, el impersonal del se dice o del se habla (Heidegger, Foucault). Por una parte, mera habladuría o parloteo que no distrae, pues siempre es un sonido de fondo, como la coral de los pájaros en el bosque o el inacabable sonido de las olas del mar; por otra, la tradición, el depósito vivo de las formas culturales que nos han sido legadas históricamente por los anteriores. Aunque ellos efectivamente hacen o dicen, me será completamente imposible entablar conversación hasta que alguno de ellos se gire ante mí y asuma el juego intercambiable de la primera y la segunda persona, o, mejor dicho, hasta que asuma decididamente ser primera persona, bien al interpelarme, bien al responderme. Ellos son genéricamente los otros, o el Otro generalizado de la cultura, dependiendo de si pensamos en ellos como individuos (distantes, pero individuos), o si pensamos en los productos culturales que ellos hacen presente. El otro, altero, es el hetero-géneo a mi vida y a mis conversaciones, el que permanece lejos. No en vano, el nombre que le damos guarda familiaridad semántica con las voces relacionadas con la antigua raíz indoeuropea al-, que aún resuena en allí, aquello, ello, altero, alien, alguien…, todas formas deícticas para indicar lo lejano y lo extraño (Rodríguez Adrados). Así, en ningún caso puedo reconocerles como sujetos para la conversación, no tengo nada que decirles en su calidad de ellos, de otros; ni ellos a mí. Nos ignoramos cortésmente o nos acompañamos a distancia durante la vida, aunque en muchos momentos nos sobramos y no tenemos ninguna necesidad de prestarnos atención, y mucho menos de entendernos.

Tampoco puedo reconocerles valía como sujeto de derechos, ni de exigencias. Sus reclamaciones me son por completo ajenas, no porque yo sea especialmente frío e inhumano y no sea capaz de empatizar con cualquiera, sino porque se me pierden en el flujo inmenso de las innumerables quejas de todos los que son o han sido. Les veo a distancia, y siento sus quejas, o sus alegrías, como un murmullo resumido, como una referencia sociológica, o como el desiderátum simbólico de las voces todas, las cuales siento y pueden hacerme sentir o pensar, pero ante las cuales no me es dado hacer ni decir nada, puesto que no me escuchan, ellos son los que pasan por mi lado entre sus cosas, y entre nosotros no hay siquiera ocasión de tener que hablar. Me llegan historias de ellos, pero no son distintas a las que escucho en la literatura, en los libros de historia o en las noticias de la prensa. Su grito es para todos, pero yo no puedo reconocerme como una forma del todos, sólo puedo reconocerme como la primera persona que escucha con atención y espera su turno de respuesta o calla.

Sólo me es dado conversar con la segunda persona, que, sea individual o colectiva, es siempre concreta y no genérica (tú, vos, vosotros). Sólo estos pueden hablar ante mí con una voz que yo pueda escuchar y reconocer como suya. Sólo estos pueden exponer ante mí sus quejas, sus reclamaciones, sus esfuerzos por vivir, o, simplemente, las historias que quieran contarme. Sólo puedo hablar con el que puede hablar conmigo, de tú a tú, o de yo a yo. A ningún otro puedo reconocerlo como sujeto válido. Cuáles sean estas historias o quejas que resulten legítimas o reconocibles para mí es algo que está por discutir. También las que yo pueda expresar.

Por otra parte, cuando se apela a los derechos de la masa impersonal de los individuos (sea la sociedad, el pueblo o cualquier perífrasis del tipo “todos y cada uno”), se otorga una falsa agencialidad al impersonal de la tercera persona. La actuación sobre el mundo sólo es posible desde un yo actuante, igual que la resistencia nos llega desde un tú que se opone o colabora. Hay que notar, primero, que ellos es una apelación retórica que pronuncia el sujeto concreto de la enunciación (sólo yo y tú podemos decir ellos; ellos no pueden decirse a sí mismos en ningún modo lingüístico existente). En muchos casos que deberíamos cuestionar severamente, quien dice ellos es aquel que pretende (como individuo o como ente institucional) legitimarse como portavoz válido del impersonal de la masa ciudadana, aquel que quiere convencer o imponer su discurso pretendiendo que se le reconozca como intérprete legítimo de la voz del ellos, que nunca es la suya. Allá quien quiera dejarse convencer. Para mí, este supuesto intérprete no es más que un tú interesado que pretende imponerse sobre mí con trucos retóricos inadmisibles. En ningún caso puedo reconocer a nadie la portavocía del todos, ni siquiera en un contexto jurídico de delegación de la representación. El supuesto portavoz es siempre un tú (es decir, un yo que compite conmigo en el protagonismo agente del discurso o de la acción) que se muestra ante mí con pretensiones de dominio sobre cierta parcela, física o simbólica, del mundo. No le reconoceré en ningún caso como interlocutor válido de nadie más que de él mismo.

Por último, se confunde el significado cultural del ellos. La cultura no tiene un sujeto válido para la conversación, es impersonal. El espíritu de la cultura es desiderátum, diálogo entre los propios productos culturales que, emancipados de la intencionalidad inicial de sus productores (la muerte del autor), abren posibilidades simbólicas de actuación en las cuales podemos después instalarnos particularmente para realizar nuestra propia acción. La música, por ejemplo, no pertenece a nadie. No tiene un sujeto productor último porque no es una acción, sino un lenguaje, el cual podemos ejercitar todos sin molestarnos (es un juego infinito, podemos incluso cambiar las reglas). El sujeto actante de la música es siempre un yo que puede aproximarse a ella e interpretarla del modo en que alcance o entienda, sin que ninguno de los demás pueda sostener que le estamos robando la cultura, ni reclamar para sí propiedad de interpretación en exclusiva. La cultura, como la música o la palabra, no puede ser más que libre, puesto que mantenerla con vida exige de cada uno de nosotros en particular que volvamos a interpretarla, a ejecutarla a nuestro modo una y otra vez más (Gadamer). No veo distinto el caso de lo urbano, entendido como un lenguaje cultural más, un modo de vida, si se quiere, un conjunto de posibilidades de acción o de representación accesibles para todos, cuya semántica abre horizontes de sentido en los que comprometer particularmente nuestras vidas en busca de la realización propia de nuestro yo.

 

La propiedad de lo propio

Mi acción sobre el mundo genera lo que podemos denominar un plus de ser (tomando el concepto de Gadamer, aunque en un diferente contexto). No se confunde con el mundo, sino que es una suerte de añadido, una trans-formación, física o simbólica, en la cual me descubro como actante principal de mi vida, me afirmo en el mundo, y él se enriquece conmigo. Produzco algo nuevo (positivo) en lo que me reconozco propiamente, es decir, aquello que la novedad dice de mi presencia en ella es lo que podemos llamar un yo propio. Lo que creo así me pertenece, no porque yo pueda hacer reclamaciones de propiedad en el sentido territorial o jurídico del término, sino porque sólo sucede en virtud de mi presencia, y, sin mí, no habría nada más que el mundo que sigue su curso. Este plus de ser, esta positividad que soy yo en mi acción, es ajeno y heterogéneo a la existencia de una sociedad de otros, lo que yo produzco en mi relación con el mundo es exclusivamente creación mía, y no de los demás, así que mi producción habla directamente de una forma de mí que me resulta propia (es decir, todo lo contrario de lo ajeno que los demás me ofrecen en principio), y que no puede ser enajenada en ningún modo por ellos. Ellos podrán hurtarme el espacio donde queda mi huella, resignificar mis obras, pero no pueden llevarse lo que me es propio, así que, sobre el plus de ser que mi acción genera no cabe discusión sobre derechos o legitimidades: sólo es porque yo lo soy, y desaparece en cuanto los otros tratan de enajenármelo.

Sobre esta parcela transformada del mundo y de la experiencia, sobre el horizonte espacial que yo abro con mi acción, tampoco cabe reclamación de propiedad posible por mi parte. En gran medida, está completamente oculta a los demás, que no la pueden vivir como yo la vivo, e incluso está oculta a mí mismo, pues yo la vivo actuando, y no como un percepto o una idea abstraída y distante. Es decir, que nada en ella me otorga tampoco a mí legitimidad para reclamar la propiedad sobre el espacio en el que sucede. Que sea el sitio de mi vivencia no legitima exclusividad de uso para mí. Es cierto que la cercanía de los demás, que los demás vengan a mirar o a realizar sus acciones en el mismo lugar, dificulta mi actuación hasta el imposible en muchos casos, pero no tengo ninguna legitimidad para exigir que se marchen, igual que, por mucho que me molesten los otros cuando parlotean mientras intento leer en silencio en la cafetería, no puedo levantarme y exigirles que se marchen a otra parte o que desaparezcan. Con qué razón podría yo reclamar que el espacio me pertenece para uso exclusivo. Si la única razón es que es en él donde vivo realizándome en mis acciones, igual pueden argumentar ellos, y, salvo la fuerza (física o simbólica), no hay ningún criterio indiscutible que distinga mi reclamación de la suya, mi pretensión de dominio sobre el lugar frente a la suya. Es una cuestión de dominio, y en el dominio sólo habla la fuerza.

En la ciudad, la inmensa multiplicidad de espacios, localizaciones, escenarios o lugares, así como la misma amplitud física de muchos de ellos, permiten la convivencia distante de miles y millones de personas sin que ello genere una batalla continua por la posesión de los espacios. La indiferencia (Simmel) con la que pasamos junto a los demás ignorándolos con una distante educación, nos permite encontrar constantemente huecos en medio de la muchedumbre, incluso en los espacios poblados, para mantener espacios suficientes para la acción, es decir, para la realización exteriorizada del yo. Cuando entro en el vagón congestionado del metro, no hago reclamaciones de propiedad, no avasallo a los demás (generalmente, no todo el mundo comprende la educada y fría urbanidad), sino que me acomodo a los espacios que ellos van dejando, como todos hacemos, hasta encontrar el suficiente para no sentirme desagradablemente afectado por la presencia de los demás.

En la práctica cotidiana de la ciudad, los otros no se me aparecen de manera impersonal (en la forma difusa de la tercera persona, los ellos), sino como un conjunto de túes particulares que entran y salen constantemente de mi campo de actuación (del espacio en que me realizo en la acción), con los que establezco una interacción cara a cara, usualmente mínima y evitativa. En la medida en que les esquivo, preservo para mi actuación una parcela del mundo, y ellos quedan en las suyas. Si su presencia es excesivamente molesta, marcho a otro lugar, no hay problema, hay muchos lugares donde ir. El ajuste reiterado en el espacio entre unos y otros configura normas informales de comportamiento, es decir, patrones de ajuste repetidos que no han necesitado ser consensuados explícitamente, de los cuales no tenemos siquiera noticia plena, y que no requieren en ningún caso de reglamentos ni cuerpos oficiales de vigilancia de la norma (controles formales). Tampoco aquí hacen falta derechos ni reclamaciones de propiedad del espacio, basta con la norma informal para que todos volvamos a encontrar la pequeña parcela de mundo necesaria para seguir en nuestra actuación privada.

 

Baltasar Fernández Ramírez

  • Poeta y ensayista desconocido, profesor de psicología social UAL, editor URBS, treinta años ejerciendo el oficio de académico y lector sin pretensiones, desde Heidegger al postestructuralismo, desde Borges hasta los monstruos inapropiables, urbanismo intersticial, suicidio postmoderno, el yo y el espacio entresujetos, y algunas otras cosas que a pocos importan.

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