¿Cómo podemos cambiar esto? Esa fue la pregunta que me hice antes de la primera clase. El reto no era fácil: me había tocado dar la asignatura de Teoría de la Administración Pública en primero del Grado de Ciencia Política. 60 estudiantes de 18 años que llegaban a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid atraídos por su dinamismo político, probablemente deseosos de saber de partidos, ideologías y movimientos sociales… pero no demasiado -pensaba- de eso tan frío, distante y carente de emoción como la Administración Pública. Para añadirle tensión, la clase iba a ser los lunes a las nueve de la mañana. Vamos, que a esa altura el objetivo se había convertido en no quedarme solo.
Entre cafés, alfajores, y alguna que otra cerveza, surgió la idea: ¿y si convertimos el aula en un laboratorio de innovación? Meses antes había estado en Nariño, Colombia, investigando cómo funciona un Laboratorio de Innovación Ciudadana. También había seguido de cerca Madrid Escucha, un programa municipal cuyo objetivo era poner a trabajar juntos a ciudadanos con empleados públicos. Ambas experiencias me dejaron huella: no solo cambian la lógica del funcionamiento de las instituciones sino que además permiten reforzar vínculos entre las personas y crear soluciones innovadoras.
Bien, ya tenemos la idea, pero ¿y ahora cómo la llevamos a clase? No revelo nada si digo que a la Universidad le cuesta abrirse. No deja de ser una institución de origen medieval y -será por ello- con cierta tendencia al amurallamiento. Las barreras son múltiples, desde el diseño de las aulas hasta el sistema de calificación, y la distancia que nos separa, excesiva. Sin embargo, había que intentarlo… Y empezamos como empieza un lab, experimentando.
Para comenzar, había que contarlo todo: qué íbamos a hacer, cómo, cuántos días… Cuanta más información, mejor. El objetivo era hacer partícipes desde el principio a los estudiantes, que tuvieran una visión general del laboratorio y que supieran a qué se iban a enfrentar en todo momento. Y, por supuesto, involucrarlos. Para ello, qué mejor que plantearles un desafío que les apelase a todos por igual y de forma directa, en su día a día: la Facultad. Durante cinco sesiones de dos horas tendrían que pensar propuestas para mejorar su vida en la Universidad.
Formamos siete grupos de ocho personas. Su composición fue mixta, de modo que primero los propios estudiantes elegían con quién ponerse, de cuatro en cuatro, y luego yo les juntaba con otros. De esa forma trabajarían con un núcleo de confianza (el grupo de cuatro que habían elegido) y al mismo tiempo tendrían también que hacerlo con otras personas que conocían menos (y sí, les mezclé todo lo que pude). El propósito era doble: que se acostumbraran a colaborar con los distintos y crear nuevos vínculos dentro de la clase.
Las pautas iniciales les desconcertaron un poco. “No, no me tenéis que entregar nada después de cada clase”; “así es, trabajáis por grupos pero podéis colaborar entre vosotros”; “claro, si necesitáis investigar, podéis salir fuera”. Esas fueron algunas de las respuestas a sus preguntas (reconozco que con la última se me hizo un nudo en la garganta, ya me imaginaba al 80% haciendo cola en la cafetería en el horario de clase). Las reglas eran pocas y flexibles pero tenían que estar claras: esto no es un ejercicio competitivo, se puede colaborar entre proyectos, cada grupo gestiona su tiempo y lo único que hay que “entregar” es una presentación final de siete minutos el último día del lab.
Y fue así como arrancamos.
La primera sesión sirvió para definir el desafío al que cada grupo se iba a enfrentar. Tendrían que construir un problema, pero no de cualquier forma. Iban a tener que pensarlo de forma abierta, identificar a quiénes afectaba y por qué, si había diferentes visiones, causas y maneras de entenderlo. Si lo necesitaban, podían salir del aula, investigar y conversar con otros estudiantes y personal de la Facultad. Lo importante es que tuvieran una mirada poliédrica de la realidad y que pensaran la problemática desde varios puntos de vista, incluyendo necesariamente el de los más afectados.
En la segunda sesión, a cada grupo se le otorgó poderes mágicos. Ya definida la problemática era el momento de pensar en cómo resolverla y, para ello, los estudiantes se convertirían en superhéroes y superheroínas. Era el momento creativo, de pensar sin límites, de lanzar ideas y propuestas, de preguntarse ¿qué pasaría sí…?. Como contaban con superpoderes no tenían de qué preocuparse, o de si la solución era o no posible, ni por cómo desarrollarla o con qué medios. Lo importante es que dejaran volar la imaginación y que practicaran el arte de la serendipia.
El golpe de realidad llegaría con la kriptonita de la tercera sesión. En esa jornada los estudiantes se encontraron con que sus superpoderes habían desaparecido, pero el problema seguía ahí y tenían que seguir adelante. Tendrían que concretar y ordenar todas sus ideas y pensar cuáles de ellas les iban a ser útiles y cuáles no. Preguntas como ¿dónde estamos? ¿con qué tiempo y recursos contamos? o ¿quiénes pueden ser nuestros aliados? se convirtieron en su mejor guía. Aunque volver a la realidad después del “subidón” creativo resultó duro (cundió cierto desánimo, incertidumbre y hasta algún que otro roce), pronto se adaptaron a las circunstancias y comenzaron a plantear alternativas viables.
Con la cuarta sesión llegó el momento del prototipado. Este día tendrían que dar un paso más y concretar todo lo que habían trabajado en el diseño de una solución experimental. Para ello, tendrían que elegir qué hacer finalmente, qué características tendría su prototipo y cómo podría ponerse en práctica. Comenzaron a hacer esquemas, pintar bocetos y detallar aquellos rasgos más importantes. No servía sólo con plantear la solución sino que había que explicar todo el proceso, aclarar cómo iba a funcionar y de qué forma podría cambiar la realidad de la Facultad.
Y fue así como llegamos a la quinta y última sesión: la presentación de los proyectos. Durante el laboratorio, habíamos hablado de la importancia de que no descuidaran esta parte final. Su prototipo podría ser muy bueno pero si no conseguían transmitirlo con claridad y hacerlo de forma atractiva todo el esfuerzo podría resultar en vano. Cada grupo tenía siete minutos para contarlo y cómo captar la atención se había convertido en el principal objetivo. Para ello, tenían que consensuar una estrategia y decidir cuestiones como qué título tendría el proyecto, quiénes iban a hablar o si se utilizaría algún recurso visual. Dos fueron los consejos: que fuesen claros y directos, y que pensasen en un relato humano. En poco tiempo tendrían que explicar cuál era la originalidad del proyecto y cuáles sus principales beneficios sociales. Y conseguir convencer.
El resultado fueron siete prototipos destinados a mejorar la vida en la Facultad. Dos de ellos, orientados a cuidados: el diseño de una habitación anti-estrés donde los estudiantes puedan desahogarse, tratar ataques de pánico y encontrar apoyo psicológico durante el periodo de exámenes, y una enfermería accesible para personas con problemas crónicos, acompañada de un protocolo de primeros auxilios y material básico de asistencia.
Tres tuvieron por objetivo promover interacciones colaborativas: un banco de intercambio para aprovechar los apuntes y las fotocopias de otros años, ahorrando papel y recursos; un programa que pone en contacto a jóvenes con adultos mayores mediante cursos formativos donde comparten conocimientos y experiencias; y el diseño de una app de car sharing que busca la colaboración entre estudiantes y personal de las distintas Facultades del Campus de Somosaguas para compartir transporte en los desplazamientos.
Y los dos últimos se centraron en cómo transformar espacios compartidos para favorecer la convivencia: el primero, en iluminar la Facultad a través de paneles solares, colores vivos, diseños abiertos y luces de bajo consumo para “no perder vida al entrar al edificio”; y el segundo, en convertir una explanada vacía que hay junto a la Facultad en una zona de encuentro, donde conversar, estudiar y hacer picnic.
Junto a estos proyectos, el laboratorio dejó una serie de impactos no menores: los estudiantes pusieron en práctica una forma de trabajar distinta a la habitual y se enfrentaron a problemas reales que ellas/ellos mismos definieron mediante un ejercicio de observación y empatía. Compartieron proyectos comunes, colaboraron entre grupos y, lo más importante, desarrollaron nuevas relaciones, hablaron con personas con las que todavía no lo habían hecho, tanto de dentro como de fuera de la clase (como el personal de la cafería o las mujeres de los servicios de limpieza), y se reforzó el espíritu de compañerismo. Además, sirvió para que pensaran en lo público, en sus implicaciones y en la importancia de cuidar y cuidarse. Sintieron la Facultad más suya y a la Administración como algo menos lejano. Y, por último, pude cumplir con el objetivo inicial: no quedarme solo en el aula.
Imagen 1. Prototipo de la sala anti-estrés
Imagen 2. Un grupo presenta uno de los prototipos
Jorge Resina (Universidad Complutense de Madrid) @jorgeresina
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