Post de José Ángel Bergua incluido en el hilo de artículos que forman parte del Tema-LAAAB ‘Repolitizar lo cotidiano’ capitaneado por Jaime Minguijón.

 

Lo cotidiano no es un asunto tan nuevo como parece. En el ámbito de la religión ya se aseguraba, por boca de Santa Teresa, antes de que Lutero introdujera en la cultura moderna la idea de que la profesión implica reconocer a Dios en el trabajo de todos los días, que lo divino también está en la cocina y sus cacerolas. Pero es que, antes todavía, cuando en la antigua Grecia Heráclito fue sorprendido por un admirador en el horno haciendo pan, aseguró al recién llegado que los dioses igualmente andaban por ahí. Es cierto que, a medida que los grandes principios trascendentes del mundo se han ido afianzando e institucionalizando, desde el Ser griego a la Razón moderna pasando por el Dios cristiano, las referencias a lo cotidiano han tendido a perder peso, a la vez que distintas referencias o fundamentos filosóficos, teológicos y científicos, todos ellos, respectivamente, metafísicos, celestes y abstractos, alcanzaban sus máximos de influencia. Sin embargo, en un momento indeterminado del siglo XX, quizás los años 60, distintas clases de impulsos que venían barruntando su malestar con los órdenes así y de otros modos instituido reclamaron la (re)habilitación de lo cotidiano.

En torno al Mayo del 68, cierta sociología representada por H. Lefebvre y cierto arte impulsado por la internacional situacionista, heredando cada uno influencias distintas de muy largo recorrido, llegaron a sugerir que lo cotidiano era el lugar en el que residía una agencia capaz de hacer frente y vencer al alienante orden instituido, ya no sólo capitalista sino también, en general, elitista. Sin lugar a dudas, fue en el ámbito del arte donde más prendió, asociado a la creatividad, ese cuestionamiento de las élites que la democracia falló, aunque desde Grecia estuviera llamada a desplegarlo. El denominado fin del arte, en el que los estudiosos aceptan, lo cual les honra, que no tienen categorías para reconocer lo que está pasando en ese ámbito (pues las distinciones autor/espectador, museos/afuera, arte/resto, etc. resultan inservibles), es probablemente el mejor y más aceptado ejemplo de que lo instituido, en su doble sentido de diferenciación funcional (política, arte, economía, etc.) y jerárquica (artistas, políticos, científicos, etc. frente a las gentes), ha dejado de valer. Ha sido a partir de ese fin (con el que se pasó del absoluto y perfecto mundo musical de Bach al silencio de John Cage, de la perfección pictórica del Renacimiento y Barroco a los vacíos de Rothko, de las absolutamente acabadas esculturas de Miguel Angel a los agujeros de Oteiza, etc.) que comienza a sugerirse en términos sociológicos y políticos que lo cotidiano es la antítesis de lo instituido. Así lo habría entendido nuestro vecino bearnés H. Lefebvre cuando sugirió que esa instancia, lo cotidiano, es lo que queda cuando a la vida colectiva se le han extirpado todas sus alienaciones y queda, en consecuencia, vacía, en blanco o en silencio. De este modo, nuestro sociólogo, que desembarca en estas reflexiones viniendo del marxismo, aunque interpretado de un modo muy singular, encuentra en lo cotidiano la solución a la ya fallada e irrecuperable antítesis frente a lo instituido que representaba el proletariado. Pues bien, lo que hemos ido aprendiendo desde entonces en muchos ámbitos (arte, política, religión, ciencia, etc.) es que lo cotidiano no es una agencia sino un nuevo espacio de la acción social en la que se cruzan, unas veces con dominio de por medio (vía imposición desde arriba o vía apropiación desde abajo) y otras con hibridación, dos fuerzas, lo instituido y lo instituyente, que atraviesan transversalmente todo, incluso a cada sujeto.

Lo instituido es una agencia fácilmente reconocible por su visibilidad e incorporación a las conciencias individual y colectiva, pues gran parte de nuestra subjetividad y del orden social forma parte de ese influjo. Por eso, por ejemplo, en la vida cotidiana nos esforzamos en trabajar para obtener dinero, ahorrarlo o invertirlo si lo tenemos, leer o trabajar la inteligencia para acaparar títulos, tratar con la gente para acumular capital social, comprar cualquier tontería para incrementar nuestro capital simbólico, etc. con las vistas siempre puestas en un resultado u objetivo, dejando así de saborear o aprovechar, en todos los casos, los del simple devenir con sus preciosos y valiosos instantes. Para este estilo de vida, el kairos griego y el ksana budista, ambos referidos a ciertos imprevistos momentos que hay que saber captar y aprovechar, incluso para transportarse a la eternidad, no tienen sentido.

Si de esta y otras maneras se sostiene lo instituido, un orden explicito, patente y visible en el que están comprometidas las conciencias individual y colectiva, lo instituyente tiene el problema y también la gracia de que es difícil saber qué es y hacia dónde lleva, por la sencilla razón de que se sustrae al sentido que el orden instituido (incluidas las ciencias -también las sociales-) adjudica a lo que acontece. Ese no entender que padece el orden instituido frente a lo instituyente suele manifestarse, por ejemplo, adjudicando funciones a las actividades instituyentes. Como cuando se dice que la apatía política, manifestada a través del abstencionismo, la falta de participación, las bajas afiliaciones a partidos o sindicatos, etc., cumple la función de mantener el (injusto) reparto de poder tal y como está. Esta explicación no sabe tener en cuenta o ver lo que realmente se hace mientras la gente se despreocupa y aparta de la política, porque considera más nobles las actividades políticas ausentes que pasear, tumbarse en el sofá, charlar en el bar o ver un reality por la tele. Pero ese no entender lo instituyente que emerge o se pasea por lo cotidiano ocurre también cuando, dándole la vuelta a la explicación, se adjudica a todo ello cierta potencia revolucionaria o simplemente de cambio que, en realidad, no tiene, porque no está ahí para eso ni para cualquier otra cosa que lo instituido quiera imaginarse. La infravolaración en el primer caso y la sobrevaloración en el segundo son dos mismas reacciones de lo instituido ante la inefabilidad de lo instituyente.

Lo cotidiano tiene el mérito de ser la arena más privilegiada de nuestra época en la que tratar y pensar los encuentros y desencuentros entre lo instituido y lo instituyente. Eso sí, aceptando que, como nuestro trato y nuestro pensar expertos provienen de lo instituido, pues en el caso de este texto, por ejemplo, como sociólogo estoy escribiendo y desde una posición parecida se me va a leer, en absoluto como simple y llana gente, resultará que en nuestras acciones y reflexiones latirá siempre e inevitablemente un “no ser” tan intratable como incomprensible. Eso indefinido que ciertos presocráticos llamaron apeiron y colocaron en el origen y final de todo tiene que ver con lo instituyente. La mejor manera que tienen y tenemos las élites para estar a su altura y respetarlo es, si hacemos caso al taoísmo, cultivar el no hacer (wu wei) y el no conocer (tzu jan)

En cuanto a las gentes, la mejor manera que tienen y tenemos de aprovecharlo es resultar imprevisibles, tanto para el orden instituido exterior como para el interior mismo de cada uno, representado por su conciencia. Aunque esto acontece, tanto fuera como dentro, sin necesidad de que nuestra voluntad intervenga, sugiero que, al menos una vez a la semana os provoquéis para hacer o pensar algo imprevisible. A los dubitativos, sólo os doy un consejo. Si alguien tiene miedo al apeiron exterior o interior, dos variantes de lo mismo, que recuerde a Hölderlin: “allá donde está el peligro crece también lo que salva”.

A quienes andan detrás de, por ejemplo, los big data, las cámaras en las calles, las encuestas, etc., que creen poder saber y controlarlo todo, no les diré nada. Si fueran sensatos, reconocerían, como los físicos, que no conocemos ni podremos conocer el 75% del mundo y que en esa falta de saber reside precisamente su complejidad, enormidad y potencia. Sin embargo, no lo saben ni están en condiciones de reconocerlo. Mejor. Que se estrellen con su delirio de omnipotencia. El espectáculo será (está siendo -todos los días, a todas horas-) tan divertido como necesario.

En fin, la interpelación que lo instituyente nos realiza a través de lo cotidiano obtiene distintas clases de respuestas. Primero, una ignorancia negativa en las élites clásicas, pues no saben que no saben. Segundo, una ignorancia positiva en las élites no clásicas, pues saben que no saben. Tercero, una sabiduría inconsciente en las gentes, pues no saben que saben. Y cuarto, una sabiduría consciente en los sabios, pues saben que saben. Sobre esta última respuesta, de la que deliberadamente nada he dicho, versa la sociosofía. Pero esta es otra historia

 

José Ángel Bergua Amores

 

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