Post de Cristina Monge incluido en la cadena de artículos que forman parte del Tema-LAAAB ‘Repolitizar lo cotidiano’ capitaneado por Jaime Minguijón.
Una de las primeras preguntas que los estudiosos de los movimientos sociales se hicieron cuando apareció el 15M es si se trataba de un movimiento social o no. Puede llamar la atención, sobre todo visto desde la distancia que dan siete años, pero es que los indignados e indignadas rompieron moldes. También el de la movilización social. Y no sólo el de la movilización social.
Amador Fernández Savater, en la entrevista realizada para el documental Conversaciones 15M.cc, afirma que el 15M es “un movimiento social que no es un movimiento social”, y sustancia esta diferencia en que el 15M no habla sólo para la izquierda, no habla de revolución -“en sentido clásico”-, no usa un lenguaje codificado y no se siente vanguardia. Efectivamente, esto supone un primer elemento de novedad que entroncaría con otras movilizaciones anteriores como el Mayo de 68 cuyos 50 años celebramos ahora, pero que no se había mantenido en los movimientos sociales que siguieron a la primavera francesa. La misma vocación veremos luego en movilizaciones como Occupy Wall Street u otras similares, que ensalzaron la idea de ser “el 99%”, queriendo expresar así su intención inclusiva frente a las élites extractivas.
Otros estudiosos recuerdan que se habla de un movimiento social cuando se dan tres elementos: campañas en las que un colectivo demanda algo a una autoridad, un repertorio de actuaciones encaminadas a difundir estas demandas y un esfuerzo organizado para comunicar el valor de las mismas.
Pues bien, el 15M no lo convocó nadie, sino que surgió de una explosión sin pretensiones de organizarse. De hecho, cuando intentó hacerlo, rechazó a los que lo pretendieron. Tampoco fue posible identificar portavoces ni representantes, y por supuesto, no se admitiría que nadie se declarara su “heredero”.
Las demandas del 15M, expresivamente descritas en lemas y consignas que en algunos casos vuelven a recordar al Paris del 68, no pueden considerarse una tabla de reivindicaciones ni un repertorio de demandas a una autoridad. Expresan, más bien, un malestar difuso, una voluntad destituyente, un anhelo de que las cosas sean de otra manera, negando las bases del acuerdo social subyacente. De ahí el “No nos representan”.
Los astros se alinearon haciendo coincidir la indignación con unas herramientas de comunicación que parecían haber nacido para ese momento: el movimiento de los indignados descubrió la potencia de la multitud conectada en las redes sociales, a las que impulsaron de forma notable en España, haciendo de la forma un fondo, y del “cómo” un “qué”. Facebook, Twitter y Youtube se convirtieron en aliados fundamentales para expresar la indignación en forma de red, en un ejercicio de mímesis que volvió a hacer de la comunicación el factor esencial para la deliberación y la construcción del espacio público.
Como han reflejado varios expertos, a la hora de analizar tanto el 15M como otros movimientos que han surgido siguiendo su modelo agrupados bajo el título de “movimiento red”, sería más propio hablar de una “acción conectiva” que de una “acción colectiva”, abriendo así un campo de estudio a una nueva forma de acción en común, que guarda estrecha relación con la idea, dinámica y funcionamiento de la “sociedad red”. Como afirma Castells,
“… son movimientos sociales, con el objetivo de cambiar los valores de la sociedad, y también pueden ser movimientos de opinión pública, con consecuencias electorales. Pretenden cambiar el Estado, pero no apoderarse de él. Expresan sentimientos y agitan el debate, pero no crean partidos ni apoyan gobiernos, aunque puedan ser el objetivo del marketing político. No obstante, son muy políticos en un sentido fundamental. Especialmente cuando proponen y practican una democracia deliberativa directa basada en la democracia en red.”[1]
Si este análisis, a siete años vista, lo aplicamos a buena parte de las movilizaciones sociales que han ido surgiendo en España -y en otros países europeos-, veremos que siguen patrones similares. Pero no sólo eso: también la “forma partido”, es decir, el partido político tal como lo hemos conocido en los últimos cuarenta años, se ha contagiado de buena parte de estos elementos. Los nuevos partidos ya no se llaman “partido”, no dibujan contornos cerrados, ensayan -con mejor o peor fortuna- otros procesos de toma de decisiones, invierten esfuerzos notables en dinamizar la conversación en la red, y su ideario no cabe en un programa electoral sujeto a las estructuras clásicas. Los partidos tradicionales, progresivamente, van asumiendo también algunas de estas características, no sin tensiones ni contradicciones.
La movilización social, aliada con la tecnología, ha sido una vez más fuente de creatividad e innovación política más allá de sí misma, contagiando a otras estructuras de algunos de sus elementos más característicos. En unos casos con éxito, en otros sin él, pero asumiendo que la innovación es un proceso permanente de prueba, ensayo, aciertos y errores de los que aprender, siempre que se tenga la materia prima: la creatividad. Y más, si es creatividad conectada.
Cristina Monge
@tinamonge
[1] Castells, M., Redes de indignación y esperanza. Los movimientos sociales en la era de internet, Alianza, Madrid, 2012, pág. 217-8.
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