Partidos políticos en las democracias del siglo XXI

Artículo de Quim Brugué incluido en el Tema-LAAAB ‘Repolitizar lo cotidiano’ capitaneado por Jaime Minguijón.

 

Los orígenes de la democracia moderna se encuentran, al menos en parte, en la revolución americana y en su carácter eminentemente burgués. Una revolución que desconfiaba del potencial desestabilizador del ejercicio del poder por parte del pueblo. Una desconfianza democrática que se traducía institucionalmente en un entramado de densas intermediaciones destinado a controlar y a limitar el ejercicio del poder por parte de la ciudadanía. Tal como lo explicaba Crossman en Biografía del Estado Moderno, la revolución americana, lejos de mostrar ningún entusiasmo democrático, construyó una densa red de instituciones cuya finalidad era no ser atravesada ni por una gota de sudor de la soberanía popular.

Esta red, como es bien conocido, se ha tejido a partir de múltiples instituciones, de la división de poderes, de procesos descentralizadores y del papel de diversos agentes intermediadores como la sociedad civil organizada, la prensa y los partidos políticos. Así pues, el papel que se asigna a los partidos políticos –y que desarrollan con éxito hasta recientemente- consiste principalmente en evitar el contacto directo entre el poder y la ciudadanía. Los partidos, en este sentido, juegan el triple rol de agregar preferencias, convertirlas en un programa de actuación y, en caso de ganar las elecciones, especializarse en el ejercicio del poder.

Con estas consideraciones iniciales no estamos criticando el papel democrático de los partidos políticos sino, simplemente, describiendo su intervención en un modelo de democracia representativa que ha sido dominante durante casi dos siglos. Un modelo que podemos definir como una democracia de intermediación donde los partidos políticos han sido los intermediarios por excelencia y, en consecuencia, sus principales protagonistas. Una posición central que propició la emergencia de una democracia elitista donde el poder pertenece al pueblo tan solo discursivamente, mientras que en la práctica lo ejercen y monopolizan una elite de extracción partidista. Ya a principios del siglo XX, autores como Michels, Pareto o Mosca consideraban que las organizaciones políticas profesionales (los partidos) asumían y concentraban un poder que, en ningún caso, se encontraba al alcance del conjunto de la ciudadanía. De manera elocuente, Gaetano Mosca, en La Clase Política, dejaba claro como el poder democrático, en realidad, se concentraba siempre en una minoría organizada:

“Que el diputado es elegido por la mayoría de los electores es un supuesto legal que, aunque forme la base de nuestro sistema de gobierno, aunque sea ciegamente aceptado por muchos, está sin embargo en perfecta contradicción con el hecho real. Quienquiera que haya asistido a unas elecciones sabe perfectamente que no son los electores quienes eligen al diputado, sino que es el diputado el que se hace elegir por los electores. Si esta manera de decirlo resulta desagradable, podemos sustituirla por esta otra: que son sus amigos quienes lo hacen elegir. En todo caso, una candidatura es siempre obra de un grupo de personas unidas para un propósito común, de una minoría organizada que, como siempre, fatal e inevitablemente, se impone a la mayoría desorganizada.”

Los partidos políticos, en definitiva, han sido el instrumento central para construir una democracia representativa y elitista. Una democracia temerosa del poder de los ciudadanos, tanto por su potencial revolucionario como por la mediocridad del pueblo medio. Esta era la gran preocupación de Alexis de Tocqueville. Una preocupación que Henrik Ibsen expresaba con agudeza e ironía en Un Enemigo del Pueblo:

“¿Quién forma la mayoría de cualquier país? Creo que tendremos que estar todos de acuerdo en que los tontos están en abrumadora y terrible mayoría en todo el mundo. Pero en nombre de Dios, no puede ser justo que los tontos gobiernen a los sabios. La mayoría tiene el poder, pero desgraciadamente la mayoría no tiene la razón. Los que tienen la razón son unos pocos individuos aislados como yo. La minoría siempre tiene la razón.”

Así pues, los partidos políticos surgen en el marco de un determinado tipo de democracia y se adaptan a sus requerimientos. Hoy, sin embargo, las circunstancias se han transformado y bajo el grito de “no nos representan” se condensa la impugnación a una democracia elitista basada en la intermediación. Una impugnación que ha descolocado a los partidos políticos, abriendo una profunda grieta entre su funcionalidad del pasado y las exigencias de un nuevo contexto. Un reto complejo, pues no se trata únicamente de las dificultades de adaptación sino de saber exactamente a qué adaptarse.

Si jugamos con las polarizaciones, el modelo alternativo lo encontramos en la democracia directa de la antigüedad. Una democracia sin intermediación donde la ciudadanía, reunida en la plaza pública, delibera y toma decisiones sin necesidad de representantes. Obviamente, en este modelo los partidos políticos no desempeñan ningún papel; son totalmente prescindibles y, en realidad, se evitó expresamente cualquier intento de profesionalización política. Suponiendo que el péndulo de la historia nos estuviera desplazando hacia el polo de la democracia sin intermediación, entonces el futuro de los partidos sería de los más sombrío. Los partidos políticos, sencillamente, no tendrían ningún futuro.

Personalmente, no comparto este diagnóstico. Coincido en reconocer el agotamiento del modelo de intermediación elitista tal como se ha venido desarrollando, pero me parece poco probable un retorno a la democracia de la antigüedad. En sociedades tan complejas como las nuestras difícilmente podremos prescindir de la intermediación, aunque seguro que deberemos aprender a reformularla. Intermediar supone tomar decisiones que no satisfacen plenamente a nadie, de manera que su aceptación reclama de importantes dosis de legitimidad. En el caso de los partidos políticos no será fácil recuperar una legitimidad que se ha visto seriamente erosionada, pero me atrevo a proponer tres líneas de trabajo.

En primer lugar, la intermediación de los partidos políticos ha ido centrándose excesivamente en su vocación de ejercer el poder. Se han especializado en este ámbito, de manera que los ciudadanos los perciben como aparatos; maquinarias preocupadas exclusivamente por su acceso a las instituciones. Y la ciudadanía ya no tolera una intermediación limitada a aquello que hemos llamado una política realista, maquiavélica. La ciudadanía solo aceptará la intermediación cuando conecte con un proyecto de transformación, cuando sea utópica.

En segundo lugar, la intermediación reclama confianza; y ésta, lamentablemente, ha desaparecido. Los partidos políticos deben trabajar para recuperarla, aun reconociendo la dificultad de la tarea. Las actuaciones posibles no son originales, sino que deben centrarse en lograr una transparencia efectiva. El acceso a la información, el respeto unos códigos de comportamiento y, en general, la ejemplaridad de sus actuaciones deberían ser los pilares para recuperar la confianza de la ciudadanía.

Finalmente, en tercer lugar, frente a su inercia elitista, los partidos políticos deberían otorgar el protagonismo a la ciudadanía. La intermediación no puede consistir en hurtar la voz a los ciudadanos sino en facilitar que ésta se exprese y alcance las instituciones que ejercen el poder. Los partidos políticos, por lo tanto, deberían propiciar que los ciudadanos hablaran, debatieran y expresaran sus opiniones. Esto supone tanto abrir las ventanas del partido como promover acciones que estimulen la participación.

En definitiva, durante el siglo XX los partidos han puesto a los ciudadanos a su servicio, utilizándolos para acceder al poder. Quizá no lo hacían con mala intención y, en realidad, su tarea generó importantes incrementos en el bienestar colectivo. Pero hoy los ciudadanos ya no aceptan esta intermediación que los instrumentaliza. Y el reto del siglo XXI es invertir la relación, poniendo a los partidos al servicio de la ciudadanía, de sus voces y de sus proyectos de transformación. No se trata de superar la intermediación sino de ponerla al servicio de la ciudadanía.

 

Q. Brugué

 

  • Catedrático de Ciencia Política, interesado en la democràcia y las políticas públicas

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