La pandemia de la COVID-19 ha sido uno de los mayores retos a los que nos enfrentado en lo que llevamos de siglo. Desde el punto de vista público, el control del virus requería de una serie de medidas sociales y de salud pública que se basaban en la adopción de los conocidos como “comportamientos prosociales”. En el contexto de pandemia, son aquellos comportamientos que reducen la transmisión del virus, apoyan a otros para mantenerse a salvo, promueven la salud, la atención social, la cohesión social y la ayuda mutua. Por ejemplo, que una persona que da positivo en COVID entienda que debe evitar las situaciones que representen un riesgo de contagio para los demás y esperará que los demás se comporten de la misma manera.
Sin embargo, para poder cumplir estos compromisos, las personas necesitan de las infraestructuras, ayudas y oportunidades necesarias para que estos comportamientos se adopten. Esto incluye ofrecer servicios públicos de calidad, incluyendo acceso rápido a pruebas diagnosticas y rastreo, información publica clara y oportuna, así como apoyo financieros y social para que el aislamiento no implique unos costes inasumibles para la población.
Siguiendo estos comportamientos, es más probable que estas personas no transmitan masivamente la infección. Es por ello que los gobiernos han respondido introduciendo medidas conocidas como “intervenciones no farmacéuticas”. En definitiva, muchas de estas medidas intentar cambiar el comportamiento de los ciudadanos, es por ello que la ciencia del comportamiento podría haber tenido un papel predominante. Como reconoció en 2020 el Director Regional para Europa de la OMS, “la perspectiva del comportamiento es valiosa para informar la planificación de medidas adecuadas para responder a la pandemia”.
Sin embargo, la mayoría de los gobiernos, incluido las diferentes administraciones españolas, utilizaron un enfoque más tradicional para fomentar el cambio de comportamientos, basado en multas, sanciones o prohibiciones. Estas normas punitivas, entre las que destacan los confinamientos generalizados, pueden reducir significativamente las infecciones durante un corto periodo de tiempo, pero son insostenibles a largo plazo ya que sus efectos negativos en la economía y la sociedad han sido muy significativos. En el plano económico, muchas de las medidas introducidas en todo el mundo han llevado a una crisis económica que, según el Banco Mundial, puede haber empujado hasta a 150 millones de personas de nuevo a la pobreza extrema. Desde el punto de vista psicológico, también han tenido muchas consecuencias indeseadas, incluyendo cambios sustanciales en las normas sociales sobre comportamientos que no son negativos en sí mismos. Por ello, existía una imperiosa necesidad de buscar alternativas menos agresivas o centrarse en medidas con menores costes, no solo económicos sino también psicológicos.
En España hubo un gran número y diversidad de intervenciones no farmacéuticas, centradas en su mayoría en la restricción de comportamiento individual, algunas obligatorias (por ejemplo sanciones por actividades como salir a la calle sin mascarilla) y otras recomendaciones. Realmente es muy complejo saber con seguridad qué medidas funcionaron mejor y si fueron realmente efectivas, ya que están influidas por una gran número de factores que impiden su evaluación causal. Además, es necesario considerar los efectos adversos que muchas de ellas pudieron tener en la población. Desafortunadamente, se perdieron muchas oportunidades de introducir nudges (impulsos cognitivos) y otras medidas conductuales que podrían haber servido como herramientas alternativas para consolidar hábitos de comportamiento.
En otros países como Reino Unido o Estados Unidos sí se introdujeron y se evaluaron algas de estas medidas cognitivas, ya fuera a nivel de prevención (lavado de manos, distancia de seguridad, uso de mascarillas), contención (testeo y aislamiento) o supresión (acceso a vacunas). Algunas tuvieron efectos positivos, como por ejemplo una intervención en India donde se enviaron SMS a 25 millones de personas para incentivar comportamientos prosociales. También un experimento en Pensilvania y otro en Italia mostraron intervenciones efectivas para aumentar el número de registrados para vacunarse. Sin embargo, sus efectos por lo general fueron pequeños y poco generalizables. Además, muchos otros nudges se demostraron ineficaces, incluyendo diversas intervenciones (aquí y aquí) en experimentos en Estados Unidos. Tampoco ideas más originales como las loterías para fomentar la vacunación parecieron tener efectos reales en el cambio de comportamientos.
Esto se debe a que las actitudes públicas hacia la pandemia difirieron notablemente en todo el mundo. Las barreras y sesgos cognitivos eran diversos, cambiantes y contextuales. Además, los gobierno no siempre ofrecieron las condiciones necesarias (infraestructuras, ayudas y oportunidades) para que los ciudadanos pudieran cumplirlos, de forma que los problemas de fondo no siempre iban a poder solucionarse con un sencillo nudge. Los nudges son un instrumento más en la caja de herramientas de la ciencia del comportamiento, pero no es el único ni necesariamente el más efectivo. El enfoque conductual podría haber aportado muchos más en la solución de la pandemia, por ejemplo, evitando sesgos entre aquellos que tomaban las decisiones:
En situaciones de enorme incertidumbre y complejidad, hay sesgos cognitivos entre los que toman las decisiones que los empujan a evitar soluciones que nos consideran más arriesgadas. Esto puede limitar su capacidad de tomar buenas decisiones y hacer que los gobiernos se mantengan comprometidos con políticas que fallan. Incluso reconociendo que el sistema no es óptimo, seguir con él se siente más seguro que cambiar, porque se cree que su efecto es predecible. Este y muchos otros sesgos (como disonancias cognitivas, sesgos de confirmación, falacias de frecuencia base y un largo etcétera) han estado muy presentes tanto en la toma de decisiones entre los gobiernos (por ejemplo, Comunidades Autónomas guiándose por el efecto de arrastre solo porque otras regiones las tomaron antes) y entre los expertos (epidemiólogos con un fuerte sesgo de compromiso negando el contagio por aerosoles durante meses). Algunos de estos sesgos han podido llevar a consecuencias muy graves, induciendo a tomar malas decisiones individuales y colectivas entre la población.
Es por eso que el enfoque conductual podría haber sido mucho más útil si se hubiera centrado en ayudar a los tomadores de decisiones a no guiarse por sus propios sesgos. Habría ayudado a controlar la ansiedad de la ambigüedad, comunicar de forma más transparente y efectiva y a evitar poner todo el peso en los ciudadanos. Para que esto sea posible, habría sido necesario que los grupos de expertos fueran más diversos, para evitar la “deformación profesional” y crear grupos de diferentes disciplinas para la toma de decisiones. También es necesaria una mayor transparencia entre los expertos, que deberían publicar sus fuentes e investigaciones para escrutinio público y la existencia de mecanismos de actualización constante sobre la última evidencia disponible y evaluación continua para eliminar o modificar medidas que no funcionan.
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