Artículo de LaFundició incluido en el Tema-LAAAB ‘Educación expandida, aprender participando’ capitaneado por Zemos98.
Para explicar cómo funciona el espacio físico de LaFundició necesitamos contar antes de dónde venimos y cómo hemos llegado a entender y sostener las formas de hacer que le son propias, que lo atraviesan y lo articulan.
Hace 5 años que llegamos al número 11 de la calle Prado en el barrio de Bellvitge; hasta entonces habíamos sido “feriantes”: nos sumábamos a un territorio y a sus dinámicas, trabajábamos uno, dos, tres años y nos movíamos a otro sitio, manteníamos el vínculo, pero sin el arraigo de un lugar propio. Bellvitge está en la ciudad de L’Hospitalet y es conocido como uno de los polígonos de vivienda más emblemáticos del desarrollismo franquista en el área metropolitana de Barcelona.
Nuestra historia con Bellvitge es larga: llegamos al Aula de Cultura como “profesoras” de las clases de pintura a finales de los 90. Es común que en los barrios haya algún espacio en el que vecinos y vecinas van a pintar (no decimos a aprender a pintar, porque creemos que es más el deseo de compartir un espacio colectivo que no el de aprender a pintar exclusivamente lo que motiva la existencia de estos espacios). Las clases de pintura nos llevaron a preguntarnos cuál podía ser nuestro papel allí. Iniciamos una escucha atenta de los distintos deseos, dinámicas y dimensiones que se daban y entrecruzaban en ese espacio a fin de sumarnos, e intentamos hacer explícitas las formas de pensamiento y creación colectivos que se daban en él. Nos preguntábamos cómo se organizan las personas en los barrios, más allá de los espacios de lucha, para hacer cosas juntas desde lo cotidiano, en qué espacios se daban procesos creativos y cómo eran estos procesos, cuáles eran sus referentes, cómo se hackeaban y reproducían los lugares comunes del campo hegemónico del arte y la cultura.
Durante quince años esa fue una parte de nuestra escuela, donde fuimos entendiendo la potencia de lo que sucedía cada semana entre las reproducciones de van Gogh, Gauguin y Manet, que eran los autores más copiados, y las de los cuadros de las casas de muebles o los que aparecían en la revista Hola decorando las mansiones de las famosas.
En este espacio las frecuentes conversaciones sobre arte cuestionaban recurrentemente el sistema de valor dominante: ¿Por qué esos cuadros valen tanto? ¿qué valor tiene lo que hacemos aquí?. Este cuestionamiento hacía emerger un trauma oculto en el subconsciente colectivo: la usurpación de las formas de representar y entender el mundo desde lo popular, y desvelaba tímidamente el proceso de colonización cultural que hacía que estuvieran haciendo algo tan burgués como pintar al óleo. No obstante, los cuadros contenían en ocasiones gestos de reapropiación que ponían en tensión esa aculturación, formas de resistencia similares en alguna medida a la práctica afrocaribeña de esconder orishas en el reverso de los santos católicos. El colonialismo cultural es una expresión de la dominación por parte de unos grupos sociales sobre otros y a la vez uno de los instrumentos para ejercerla; la dominación consiste, en palabras de Iris Marion Young, “en que existan personas que tengan que realizar acciones cuyas reglas y objetivos han sido determinados sin su participación, bajo condiciones institucionalizadas en cuya decisión no han participado”[1].
Las mujeres pintaban y charlaban, en sus relatos compartían las violencias que soportaban en el ámbito doméstico y que han de ser de restituidas a la esfera pública, haciendo de lo personal algo político. Para empezar, historias que parecían casos individuales eran compartidas por muchas de ellas, de modo que la historia de una era la historia de todas: una infancia de trabajo en el campo, sin acceso a la escolarización, migración a la ciudad para servir siendo niñas en las casas de familias adineradas sin contratos ni condiciones laborales, trabajo sumergido sumado a los trabajos reproductivos… Después de toda una vida de trabajo de cuidados invisibilizado por nuestro sistema económico para naturalizar su explotación, recae sobre estas mujeres la tarea de cuidar a sus nietxs y sostener la precariedad de sus hijxs La clase de pintura suponía para ellas un espacio en el que, durante dos horas a la semana, podían decidir.
El Aula de Cultura pasó a llamarse “Centro Cultural y en esta reconversión semiótica se recortó drásticamente el presupuesto del equipamiento. Así, inintencionadamente, el ayuntamiento alentó la auto-organización del grupo, que siguió ocupando el equipamiento, pero ahora, de forma autogestionada. Mientras tanto, en medio de operaciones urbanísticas con tintes especulativos, se inició la construcción de un nuevo Centro Cultural en el que se implementaría la lógica neoliberal de consumo: actividades limitadas a tres meses de duración y espacios “polivalentes”. Estos condicionantes imposibilitan la aparición y consolidación de procesos arraigados en el territorio y de vínculos fuertes entre sus habitantes: los espacios polivalentes impiden dejar rastros de las actividades que allí se desarrollan y sedimentar así una memoria compartida, la programación del centro (decidida de forma vertical sin ningún margen para la participación democrática directa) se convierte en un cúmulo de actividades transgénicas, sin vínculo alguno con el territorio y que además banaliza la idea de interculturalidad con talleres de taichí o Bollywood.Toda esta situación hizo que el grupo empezara a interpelar a las políticas culturales de la ciudad y a buscar soluciones alternativas a su situación, y eso fue lo que nos llevó a Prado 11, después de cinco años que se convirtieron en una mochila llena de formas de pensar la cultura, el arte y el territorio.
Qué es y cómo funciona Prado 11
Prado 11 es un zulillo, el semisótano de un bloque de viviendas situado en el barrio de Bellvitge en L’Hospitalet, cuyo propietario es ely gestionado por el área municipal de bienestar social.
En Prado 11, al grupo de pintoras se sumaron los vecinos y vecinas de la escalera; entre ellos los primeros fueron los niños y niñas, que corrían, entraban, salían, jugaban, intentaban entender quiénes éramos y qué hacíamos allí, marcaban su territorio, buscaban los límites…
A menudo se habla de “políticas de acceso a la cultura”; en Prado 11 el acceso tiene que ver literalmente con dejar la puerta abierta y dar las llaves del espacio a diferentes colectivos: al grupo de mujeres, a varios grupos de jóvenes, a la Plataforma Salvem Cal Trabal en defensa de la última zona agrícola de L’Hospitalet, a lxs artistas y amigxs que en algún momento han querido acompañarnos y sumarse a las dinámicas del espacio, etc.
En Prado 11 nos hemos desprendido de las ideas de proyecto, programación, gestión, objetivo, intervención… para centrarnos en a un territorio y al ecosistema social y cultural complejo y multidimensional que lo constituye, que atravesamos y por el cual somos atravesados.
La cultura puede definirse como un conjunto de hábitos y modos de ordenar lo sensible que regulan y codifican nuestra relación con el entorno, la manera en que lo comprendemos y nos relacionamos con él. La cultura no es un conjunto cerrado y estático de objetos, sino una serie de relaciones y procesos que configuran una situación dinámica. La cultura es, pues, un medio para producir formas de subjetividad y territorialidad en las que se juegan las posiciones relativas de poder que ocupan los individuos y los distintos grupos sociales. La cultura no es de ningún modo algo neutral. Aunque esto es algo que parece difícil ignorar, buena parte de las políticas culturales, y en especial aquellas que se despliegan en contextos como el barrio de Bellvitge, se fundamentan en una concepción estática y neutral de la cultura. Es así que dichas políticas reproducen discursos en los que se afirman cosas como: “En tal o cual barrio no hay cultura” o “Tal o cual programa pretende acercar la cultura a tal o cual barrio”. La cultura aparece aquí como algo dado de antemano, como un catálogo de prácticas producidas en un lugar autónomo y desterritorializado, y que es necesario llevar hasta aquellos lugares en los que hay una carencia. No podemos dejar de entender este tipo de aproximaciones como una forma de colonialismo cultural que desposee a determinados grupos sociales y territorios de la capacidad de producir representaciones de sí mismos. Esta desposesión simbólica, que se ejerce mediante la total deslegitimación de las prácticas culturales del otro y la negación de su capacidad para producir marcos de saber propios, constituye un auténtico epistemicidio que ha minado gravemente la capacidad de las clases populares para darse una visión del mundo que juegue en favor de sus propios intereses.
Decimos que el espacio físico de LaFundició en Prado 11 funciona como un pequeño centro social y cultural en el que experimentar con formas colectivas, horizontales y transfronterizas de relacionarnos y de construir cultura y saberes, modos de hacer que en sí mismos devengan una suerte de práctica instituyente.
Como venimos diciendo, las políticas de democratización cultural entienden el papel de las instituciones como garante de la justa distribución del acceso a unos bienes culturales dados. La decisión sobre el tipo de relaciones y representaciones y los marcos y los dispositivos de relación y representación que las producen, regulan y ponen en circulación quedan fuera del ámbito de decisión de aquellas personas y grupos sociales objeto de dichas políticas. Frente a este paradigma, desde Prado 11 intentamos ensayar formas de democracia cultural en las que la participación directa en la toma de decisiones sobre la cultura como recurso de uso común revierta en beneficio de las comunidades. Frente a una cultura “de excelencia” que en última instancia se presenta como políticamente neutral oponemos una cultura situada que responda a los intereses específicos de los territorios y las comunidades, sin renunciar por ello a reconocer su diversidad y a desbordar las fronteras que los delimitan. A propósito de esto: rechazamos cualquier noción de comunidad fundamentada en la ilusoria idea esencialista de una identidad preexistente y acabada. Para nosotrxs una comunidad debería ser un colectivo que produce y gestiona como recursos de uso común representaciones, símbolos, usos del espacio y formas de relación entre los cuerpos, habitando así (y produciendo en su habitar) un territorio de fronteras permeables a la diferencia.
Es por todo esto que la actividad que se da en el reducido espacio de Prado 11 no se cierra sobre sí misma, sino que persigue interpelar críticamente y tensionar el imaginario, las prácticas y las formas de institucionalidad legitimadas por el campo hegemónico del arte.
Un ejemplo claro de este funcionamiento fue Espai 14-15: de septiembre de 2013 a septiembre de 2014, el espacio de LaFundició en Prado 11 se desdobló como el Espai 14-15 de la Fundació Miró, un espacio que era, a su vez, un doble del Espai 13 de la propia Fundació Miró. Hablábamos de un doble porque el Espai 14-15 no pretendía ser una copia o una extensión en Bellvitge del espacio institucional de la Fundació Joan Miró, sino que, de otro modo, proponía situar a los diferentes actores que intervenían en el ciclo Arqueología preventiva comisariado por Oriol Fontdevila para el Espai 13, dentro de una trama de relaciones distinta a la habitual en la institución artística. No nos referimos tan sólo a lxs artistas que participaron en el ciclo –Oriol Vilanova, Lúa Coderch, Lola Lasurt y Antonio Gagliano–, sino también a las propias obras y sus procesos de creación, al personal de la Fundació Joan Miró y a ese ente amorfo y demasiado abstracto que son sus públicos.
Espai 14-15 no fue un programa de actividades, ni una mediación de los contenidos del ciclo, sino un instrumento para hacer visibles procesos de trabajo ya activos en el territorio y que se relacionaron con la programación del Espai 13 de la Fundació Joan Miró. Por tanto, no se trataba tampoco de producir una lectura en clave local de los contenidos del ciclo o, peor aún, de ofrecer una lectura adaptada al contexto social y cultural de Bellvitge. De un modo muy distinto, nuestra intención era ensayar nuevos agenciamientos con el fin de facilitar a cada uno de lxs involucradxs (entre lxs que nos contamos) repensar su posición en el campo cultural y el rango de posibilidades que dicha posición implica.
No obstante, la actividad en el espacio físico de LaFundició en Prado 11 es un quehacer mucho más invisible en el que cotidianamente se traman complicidades, colaboraciones y procesos de organización informal, a partir de la escucha atenta y del acto ordinario y casi imperceptible de sostener la presencia.
[1] YOUNG, Iris Marion. «La justicia y la política de la diferencia». Madrid: 2000, Ediciones Cátedra, p. 365
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